Cuatro historias para repensar el juicio.
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I. Cuento chino

Una de las interrogantes —incluso existenciales— de quienes se han dedicado o se dedican a impartir justicia, tiene que ver con la efectividad de su oficio: ¿en verdad, al resolver, incluso de la mejor manera, incluso con base en las mejores pruebas y la mejor de sus valoraciones, incluso con la escogencia de las normas más directamente aplicables, interpretadas del modo más profesional y técnico, ese juez, esa jueza realmente hacen justicia? ¿Es siquiera pertinente la anterior pregunta? El cuento que paso a resumir sugiere que sí, tal vez la más pertinente de todas.

La historieta es antiquísima:1 un hombre caza un ciervo, lo guarda entre la maleza para evitar que otros lo recuperen. Días después, cuando quiere regresar por la presa, ha olvidado el sitio en que la ocultó. Duda incluso de que haya pasado el suceso, y lo cuenta entre la gente del pueblo como si hubiere sido un sueño. Uno de los escuchas, sin embargo, decide buscar el ciervo. Lo encuentra, lo lleva a su casa y cuenta a su mujer que un cazador soñó que había matado el animal y que olvidaba el lugar dónde lo había ocultado. La esposa le dice que él mismo podría ser otro soñador que mientras dormía soñó a un cazador que contó lo que soñaba. Ambos coinciden, sin embargo, en que, precisamente porque tenían al ciervo en casa, era superfluo averiguar si alguno de los dos era un soñador.

Esa misma noche el cazador vuelve a soñar: sueña que un vecino había encontrado el ciervo. Al amanecer va a su casa y le reclama la presa. El vecino se la muestra, pero no se la da. Afirma que es suya por haberla encontrado. Por el contrario, el cazador sostiene que es suya, por haberla capturado. Discuten, no llegan a ningún arreglo y deciden ir con el juez.

Después de escucharlos, el juez dicta su sentencia: “Realmente cazaste un ciervo, pero creíste que era un sueño. Luego soñaste al hombre que encontró tu presa y creíste que era verdad. Éste creyó que tu primer sueño era verdad. Luego dudó de si sólo había soñado. Pero el ciervo aquí está; lo mejor es que se lo repartan por partes iguales”.

Ahora, la única pregunta pertinente es si este juez en verdad no ha juzgado nada porque tan sólo está soñando: sueña que reparte un ciervo.

II. Condena

La segunda historia:2 un hombre acude al tribunal a entablar juicio contra Dios: el rey del lugar ha emitido una ley injusta e implacable contra los de su estirpe y clase, y el Todopoderoso lo ha permitido; en justicia, arguye, debe condenársele a la reparación. Al comienzo del día, los tres integrantes del tribunal escuchan la demanda. Ahora, deben deliberar a puerta cerrada: la ley dispone que actor y demandado han de abandonar la sala. Ordenan al primero que salga; al segundo, omnipresente, tan sólo le advierten que no van a dejar que influya en su sentencia.

Deliberan en silencio y con los ojos cerrados durante largas horas. Antes de la puesta del sol, reabren las puertas de la corte y pronuncian su fallo en voz alta y firme: han acogido la pretensión del demandante. Por la noche el rey deroga la ley cuestionada.

Me encanta este cuentecillo. Esa convicción con la que tres jueces deciden resolver abdicando de su más profunda fe, para resolver lo que ellos estimen en justicia pese a lo que pudiera sobrevenirles… Se le llama valentía.

III. La visión

¿Acaso no la ley es una ficción? Y si lo es, ¿acaso no lo que hacen los jueces al aplicarla es insuflar de vida un artificio? ¿Los jueces son quienes ponen orden en la vida humana? ¿Ese orden que imponen deviene de un talento natural o es una habilidad que se forma y perfecciona? A estas preguntas se refiere un fragmento magnífico de un autor extraordinario.

El Lejano Oeste. Macauley, un viejo juez, hombre clemente cuyas sentencias son afamadas. Tiene que tomar el testimonio de una bruja indígena, cuya magia e inteligencia tienen igual fama. Tras varios días de búsqueda, la halla sobre las colinas. El encuentro lo fabula Alessandro Baricco:3

El anciano se sentó delante de ella y hablaron. Utilizaban una lengua mixta que todos conocíamos.
Él le preguntó si un pueblo podía desaparece de la nada. La nada no existe, respondió ella.
Y entonces, ¿qué existe?
Una gran respiración, este instante.
¿Algo más?
La bruja pareció buscar bien la palabra. Las visiones, dijo.
¿Qué son?
¿No sabes lo que son las visiones?
No, creo que no, Soy un hombre de leyes.
Entonces ella dijo que, aunque fuera viejo, y su cuerpo hubiera pasado por muchas estaciones, probablemente él casi no había vivido, o al menos no más de lo que podría haber vivido el lecho seco de un río, o un ave migratoria que nunca hubiera llegado al sur. Has muerto en el camino, le dijo.
El juez Macauley se rió. Es posible, dijo.
¿Por qué lo hiciste?, preguntó la bruja.
El Juez se encogió de hombros. Luego pareció encontrar algo parecido a una respuesta.
Probablemente no tuve elección, tenía una misión que cumplir, dijo.
Explicó que el mundo en el que había nacido estaba sumido en un profundo estado de desorden y parecía que sólo él, por allí, tenía la sensibilidad, o el talento, para darse cuenta de cuántas cosas esperaban desde hacía tiempo a que alguien las devolviera a su sitio. Así que tuvo que ponerse manos a la obra, pensando en sí mismo y en los demás, y eso le había robado gran parte del tiempo que el destino le había reservado.
Pones las cosas en su sitio, repitió la bruja. Sí.
Dame un ejemplo.
Culpables o inocentes. Por regla general, si alguien no los pone en orden, están bastante mezclados.
¿Es eso lo que haces? ¿Ponerlos en orden? Sí.
¿Y ellos te dejan hacerlo? Casi siempre.
Eres el hombre que pone las cosas en orden. Soy el juez. Juzgo según la ley.
La ley.
¿Sabes lo que es? Dímelo tú.
El Juez se quedó un rato pensando si debía intentar explicarse. Al final dijo: Es una visión.
Entonces la bruja sonrió. De una manera bonita. Tenía los dientes blanquísimos.

IV. Analogía

A raíz de la absurda y nefasta “reforma judicial”, algunos jueces y algunas juezas decidimos separarnos de la judicatura y quedarnos con nuestra dignidad. Rompimos un tiempo largo de dedicación íntegra a un quehacer que nos reportaba hartas satisfacciones en lo profesional, en lo familiar y en lo personal. Habremos de ejecutar ahora otros oficios, tal vez hasta ajenos al derecho. ¿Debemos entristecernos por ello? Esta historia mínima sugiere que no.

Un anciano perdió a su último hijo. Le hizo funerales bellos, pero no dio muestras de dolor. Al día siguiente volvió a su jornada habitual: trabajó, comió y bebió como siempre, se juntó con sus amigos… Al pasar los días, uno de estos, lo acusó de impiedad, y agravada, porque se le conocía por ser hombre sabio y virtuoso. El juez le respondió: “Hubo un tiempo en que este hombre vivía sin hijos y no estaba acongojado. Cuando murió el último, volvió a estar como en aquel entonces. ¿Por qué debería estar triste?”4

  1. Liehtse, “El ciervo escondido”, en Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Cuentos breves y extraordinarios, México, Lumen, 2024, pp. 26 a 27. Otra versión en Roger Caillois, Poder el sueño. Relatos antiguos y modernos, Girona, Atalanta, 2020, pp. 61 a 62. ↩︎
  2. Martin Buber, “El acusado”, en Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, op. cit., pp. 143 a 144. ↩︎
  3. Alessandro Baricco, Abel. Un western metafísico, Barcelona, Anagrama, 2024, pp. 47 a 48. ↩︎
  4. Variación sobre una fábula contada por Leonardo Padura, La cola de la serpiente, México, Planeta-Tusquets, 2017, p. 73. ↩︎

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